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Asón y los Valles Pasiegos

Cantabria y Burgos

Espinosa de los Monteros, julio de 2015.
Ruta que se adentra en las tierras altas de la comarca del Asón y en el nebuloso universo de los Valles Pasiegos. Pueblos que llaman a vetustos y carreterillas de nulo tráfico que serpentean por intrincados relieves esquivando moles de caliza y delineando riberas. Aunque los burgaleses de los Cuatro Ríos, aguas arriba de Espinosa de los Monteros, también se consideran pasiegos, los puristas sostienen que la Pasieguería es exclusivamente cántabra. No entiendo bien ese empeño de sujetar cualquier demarcación al rigor de una línea en un mapa y abrazarla como dogma de fe. Tal vez sirva de pasatiempo, pero es como regar una planta de plástico. Las fronteras entre comunidades nunca han sido impermeables al trasvase ni permanecieron inmóviles a lo largo de las épocas.

De alguno de los respiraderos naturales de la cordillera tomó nombre el río que nace en su contorno (el Pas, río del paso), del que desciende el apelativo de un pueblo antaño seminómada y trashumante que llegó de sabe Dios dónde y que volando el tiempo cruzó de maldito a denominar la comarca. Estas tribus de origen impreciso siempre atraen por ese misterio que encierran, un atractivo que se agiganta si la incógnita viene acompañada por la marca del paria. ¿Quiénes eran y de dónde procedían los pasiegos? Nadie lo sabe, todos conjeturan: judíos que huían de la persecución religiosa, moriscos que se refugiaron en las montañas, descendientes de visigodos, de cántabros, de romanos... Lo cierto es que su presencia hunde sus raíces en el siglo XI, cuando el conde de Castilla y Álava cede al monasterio de San Salvador de Oña los derechos de pastizaje de unos despoblados conocidos como Montes de Pas y comienza el ajetreo de pastores trashumantes por la cordillera.

Escribió Unamuno que el pasiego es «un paisaje musical, pero de una música litúrgica, gregoriana, de pocas notas y ellas de órgano». Una visión de paz triste que invita al recogimiento y la introspección. Y así es: la placidez de sus praderías atestadas de vacas y cabañas y la austeridad de sus pueblos provocan una tristeza melancólica casi tangible en jornadas lluviosas, cuando el omnipresente verde de mil tonos se cubre con la densa niebla para componer una escena gótica que a Poe se la pondría como el cuello de un picador. Sin embargo, tengo la impresión de que las peculiaridades pasiegas han enfilado hacia el museo etnográfico. De charla con ganaderos en las Tres villas pasiegas (Vega de Pas, San Roque de Riomiera y San Pedro del Romeral) y en la zona burgalesa de tradición pasiega, admitían que las señas de identidad se van borrando y que los pastores que aún practican la muda trashumante son tan escasos como las vacas rojas autóctonas, casi extintas.

En un artículo publicado en 1839 por el Semanario pintoresco español, el romántico Gil y Carrasco decía que la Pasieguería era tierra rústica pero «sin decoraciones de ruinas ni de recuerdos». El panorama ha cambiado algo desde entonces, y como prueba ahí están el poblado de Yera y el túnel de la Engaña, que llevan más de medio siglo decorando la montaña de ruinas y recuerdos mientras agonizan en abandono. «Aquí yace la ilusión de unir Santander y Valencia», informa una de las pintadas que rotulan las paredes de una estación que no llegó a recibir viajero. Bastante descriptiva, el interminable túnel de la Engaña -casi siete kilómetros- que conectaría el valle del Pas con la merindad de Valdeporres se concluyó, pero el tren jamás lo atravesó porque jamás se colocaron las vías. Un pasadizo fantasmal que conduce a un conjunto de edificios vandalizados por la rapiña. Ruinas de aspecto fúnebre, siniestro, si las encuentras envueltas en la niebla y desiertas de fisgones.

¿Y el negro estigma que marcó a los pasiegos? Según cuenta la crónica, surge a mediados del siglo XIX, menos madrugador que el del grupo de descamisados habituales (agotes, maragatos, etc.) con los que suelen aparecer bien revueltos en las listas de pueblos malditos que tanto gustan. ¿Las causas? Otro interrogante sin respuesta. Actividades delictivas, conjeturan los entendidos. O igual aislamiento y endogamia, o quizá que vivían junto al desagüadero en el estrato social más bajo. Tampoco es descartable que las habladurías engordasen la realidad y, para regocijo de chismosos, su menudeo de tabaco acabara transformado por elevación en contrabando de maleantes en cuadrilla. Del chismorreo al vilipendio no van dos pasos. Cántabros, vizcaínos y burgaleses los malmiraron durante décadas, pero su marginación fue floja y esporádica, no alcanzó ni de lejos los extremos de escarnio y vejación que sufrieron los agotes en Navarra.

Hay algo de estoico en Asón y la Pasieguería, una severidad que impone. La severidad de su aislamiento, la de su arquitectura sin adornos y también la de sus fuertes desniveles. Recorrer en bici las alturas de estos valles no es carne para mentones débiles: los ascensos deslomarían a una cabra -épica la subida al Collao Espina por el hayedo de los Machucos- y las bajadas se precipitan de tal modo, que más vale cerciorarse de que los frenos se hallen en perfecto estado para evitar reuniones con el despeñadero. Si no te presentas en debida forma, las cuestas te enseñan modales a bastonazos.