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Laos y Camboya

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Nom Pen, abril de 2011.
Resulta chocante que preparase un nuevo viaje por el sudeste de Asia, el espacio del mundo que menos me atrae. A semejanza de lo que ocurre con las personas, todos los lugares son miradas -representación, decía Schopenhauer, más fino-, pero miradas propias, no ajenas, y adelanto que la mía sigue mostrándose bastante miope en este territorio. Por mucho que me lo alaben y me lo vendan, no encuentro la conexión. Procuro abrir el plano y mejorar el enfoque, pero no doy con la fotografía de la curiosidad y el interés que en las demás zonas consigo sin dificultad. No obstante, tal vez vaya mejorando de la vista, porque en esta ocasión me he sentido a gusto -más en Laos que en Camboya-, así que no descarto que ese interés y yo por fin logremos tropezarnos en un cruce de caminos algún día.

En cierto sentido Laos es el país que hace años pensamos que sería Vietnam (y no fue), aunque cualquiera con ojos en la cara, por muy maltrecha que tenga la vista, puede ver que pronto se convertirá en una copia sin litoral de aquel Vietnam: un cuchitril verbenero repleto de turistas que creen no ser turistas («viajeros», se autotitulan) y que los vendeburras de lo turístico denominan «Backpacker's paradise». Tugurios en donde un tropel de gente exactamente igual se congrega en masa para hacer exactamente lo mismo, y luego corre al púlpito de su blog para moralizarnos acerca de lo diverso que es el planeta y lo variopinto y multiforme de sus especies. Manda cojones. Sé con certeza que de esos antros de mochileros amontonados hay que salir por pies y no detenerse hasta llegar al hemisferio opuesto, porque son tan tóxicos que acaban contagiando de su nadería incluso a la población local.

El caso es que Laos todavía se sostiene como un lugar agradable y me habría gustado visitarlo hace una década, cuando apenas dos despistados y tres conocedores del mundo se acercaban a Luang Prabang, Si Phan Don y demás. Como sucedía en Birmania, aquí las cosas parecen expandirse: la tranquilidad es más plácida, el tiempo se dilata más allá de las horas y la amabilidad se desparrama hasta la exageración. Da la impresión de que esta peña tuviese conciencia de vivir en el nirvana: todo lo aborda con optimismo y sin plantearse interrogaciones inútiles sobre lo mundano. Sencillez y un notable letargo. O quizá incurable caraja, que entre uno y otra no va demasiado. Cambiará porque los días caen y no regresan, pero Laos está aún sin corromper y asegura un rasgo de autenticidad. Todos los paises cambian, no sólo el propio, y alguno incluso mejora, y no por ello habría de perder ese rasgo: la autenticidad no se pierde por cambiar, se pierde por transformarte en lo que no eres.

Y ya que estamos en el capítulo de los cambios y las transformaciones, Angkor y Siem Reap sirven para ilustrar en qué consisten. Allá por 2002 hicimos un paréntesis en Birmania y vinimos unos días a Camboya. Muy cerca como para malgastar la oportunidad de examinar la enigmática ciudad que la jungla recuperó para sí, que se tragó junto a los recuerdos de un imperio no menos enigmático que durante siglos gobernó Indochina. Angkor era entonces una leyenda; la maravilla oculta, decían, una maravilla comparable a las Pirámides. Hipérboles al margen, la realidad es que la descubrimos semivacía y nos causó un fuerte impacto. Una joya para conservar en la memoria y un látigo para fustigar el ego de quienes no la conocían, cosa también importante. Siem Reap era un núcleo tranquilo, eminentemente rural, que vivía al calor de Angkor y permitía visitar uno de esos Campos de la Muerte en donde Pol Pot y sus jemer rojos reeducaban las mentes pensantes a balazos.

Hoy, tras una rehabilitación poco feliz y podas sin buen criterio, Angkor ha perdido buena parte de una magia que además debes disfrutar en aglomeración. Soy un entusiasta defensor del derecho de cualquiera a viajar (aunque agradecería que no lo hiciese a donde y cuando yo lo hago), pero debería reconsiderar mis principios en lo tocante a los chinos, que desfilan en aluvión y asfixian incluso al aire. Es como ir a visitar una ermita justo cuando allí desembarca un bus del Imserso. Por su culpa sufro la experiencia extracorporal de los que regresan de la muerte: salgo de mi cuerpo y me veo jurando en lenguas que ni siquiera existen. Siem Reap ha sucumbido bajo esa avalancha humana que ahora asalta las ruinas de Angkor. Se ha vulgarizado, se ha desfigurado para resultar casi irreconocible. Es uno de tantos centros turísticos que borras de la mente cinco minutos después de marcharte.

Los ríos tienen un extraño embrujo, un elemento indefinible que te empuja a buscar un nacimiento del que el mar carece para luego seguir su curso hasta la desembocadura. Recorrer el Mekong, que nace en las nubes del Tibet y atraviesa el sudeste de Asia como una cicatriz, sería una conquista digna de ponerse por escrito en forma de narración épica. O remontarlo desde su delta. Un río largo y complicado que lleva la vida -y con frecuencia el desastre- a zonas alejadas de la costa pero que también se articulan alrededor del agua. Este territorio se mueve al ritmo del Mekong: lento pero sin detenerse un segundo.