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Israel (Palestina y Petra)

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Tel Aviv, noviembre de 2018.
Recorrer Israel es como viajar por las tripas de la Biblia. El valle del Jordán, el desierto de Judea, el mar de Galilea, las colinas de Samaria... Y aquellas ciudades bíblicas tantas veces destruidas, unas ya desaparecidas del mundo de los vivos y otras todavía conservadas. Nombres que evocan historias y despiertan emociones, aunque un par de pasos entre los mamotretos de hormigón que adornan la vulgaridad de Nazaret o Belén (en las tierras de Palestina), hacen que te preguntes si hoy son mucho más que letras en un mapa, reclamos para atraernos hacia un conjunto de mitos amamantados en siglos nada bíblicos. En cualquier caso, nadie puede separar esos nombres de la propia noción de religión, como si entre ellos mediara un lazo invisible, como si la supervivencia de unos fuese el substrato que en gran medida vivifica la otra.

En cierto modo Jerusalén resquebraja tu condición de ateo, porque es la prueba empírica de que Dios existe y su paciencia y bondad son infinitas. Por ambos lados de su cinturón de murallas hormiguean especies nada fácil de encontrar juntas: monjas y sotanudos de todos los colores, ultraortodoxos judíos, fundamentalistas islámicos, milicias armadas, turistas de acarreo... Una ciudad que miras y no olvidas: entre mil piedras y mil contradicciones, más que convivir, sobreviven hijos de mil madres. Y seas o no creyente, sean los lugares santos de unos y otros verdades que avivan devociones sinceras o fábulas que sostienen intereses inconfesables, hay que admitir que sólo la intervención divina, sólo un puto milagro, explica que una ciudad utilizada desde antiguo como albergue por lo más granado del fanatismo y la marrullería aún se mantenga en pie sin haber corrido idéntica suerte que Sodoma y Gomorra.

Resulta inverosímil que hoy Jerusalén se nos presente a los ojos como un museo viviente y no como un montón de ruinas diseminadas por el secarral, porque es un polvorín con paredes de cristal. «Aquí cualquier alteración del estado de las cosas provoca un terremoto de primera magnitud. Mejor no tocar nada», comenta un amigo israelí poniendo como ejemplo la colocación de detectores de metal en el acceso a la Explanada de las mezquitas tras el enésimo tiroteo, recibida por el tribalismo musulmán con soflamas victimistas y disturbios que no cesaron hasta su retirada. «El tiempo dirá», añade. Sería otro milagro, porque a lo largo de la historia millones de personas han pisado este mundo y ninguna de ellas ha oído que el tiempo dijese una sola palabra. El tiempo no dice nada, el tiempo no hace nada, el tiempo no soluciona nada. El tiempo sólo transcurre, eso es todo. Si fías tu devenir al tiempo, años después lo único que habrá cambiado será tu edad.

¿Qué resta hoy día de San Juan de Acre, aquel bastión portuario que fue la última gran ciudad de la cristiandad en Tierra Santa? La mayoría de los edificios construidos por los cruzados fueron demolidos o desfigurados por mamelucos y otomanos, pero a poco que tengas un espíritu soñador no es difícil rescatarla del polvo centenario que la cubre. Y si bien gran parte de ella se encuentra bajo tierra, las callejuelas del casco antiguo -un tanto sucias y destartaladas- llevan a tu imaginación en vuelo hacia esa época en que las órdenes militares eternizaron aquí su nombre. ¿Cómo no resucitar en la fantasía a Ricardo Corazón de León desembarcando en el muelle y a Saladino asediando la ciudadela? ¿Cómo no resucitar a templarios, hospitalarios y teutones? Lo difícil en Tierra Santa es resucitar a los cristianos, cuyo número se ha desplomado en apenas un siglo por las persecuciones y el menoscabo social.

Por el camino hondo y escarpado de la Ruta 90, en lugar de avanzar en el espacio, retrocedes en el tiempo. El lago Tiberíades, Cafarnaún, Escitópolis, Jericó, el mar Muerto, Qumrán, Masada..., todo es pasado distante. Al superar el resort salinero de Ein Bokek surge el árido valle de Aravá y el paisaje se deshace en las arenas del desierto del Néguev. A partir de entonces sólo un puñado de kibutz interrumpen la inmensa nada; el horizonte vacío que te acompaña hasta alcanzar las costas del mar Rojo. Al otro lado se encuentra Jordania, protegida por la frontera natural que forman los montes de Edom, en cuyo interior conviven dos arquitecturas: las piedras estériles y la arenisca tallada de Petra. Si el viaje terminase aquí, lo daría por bien empleado. Pero hay naves que siempre van errantes, como los caravaneros que cruzaban el Néguev de oásis en oásis por la Ruta de las especias. Mitzpe Ramon, Avdat, Shivta..., todo es pasado distante.

Creo que los asentamientos en las marcas fronterizas no definen a Israel. Tampoco estos aires californianos de Tel Aviv. Creo que Israel es aquel paso de peatones en Arad, ciudad perdida en mitad de ninguna parte. Tres personas aguardan estáticas a que el semáforo les dé vía libre: un joven haredí vistiendo sombrero hongo y traje negro que parecen heredados de su bisabuelo, una chica árabe embutida como un salchichón dentro de un niqab también negro y un vejete luciendo chandal multicolor, bastones de senderista y auriculares del tamaño de una sartén. Como dijo Pessoa, Dios es que existamos y que eso no sea todo.