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Egipto

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Bilbao, agosto de 1998.
Una persona sensata habría optado por una excursión corta y cercana para probarse en un viaje en solitario, y después, visto el resultado, decidir sobre el beneficio de abordar otro trayecto de mayor sustancia. Instruirse para viajar antes de viajar para instruirse. Pero aquí ocurre que somos del tipo imprudente, de los impulsivos que para estrenarse en solitario salen a mochilear por las Américas a bajo coste y con poca idea de lo que ello implica. Supongo que he tenido la suerte de que mi naturaleza encaje con un viaje de estas características, porque a lo largo de los meses he dado con gente que vino a lo mismo y, por no soportarlo, resolvió volver a casa apenas iniciada la aventura. Y bien está: como señaló Otelo, de bobos es vivir si la vida es un suplicio. Viajar solo es una gran experiencia que no se traduce en viajar en soledad, pero no contenta a todos.

Lo único que me propuse al empezar el recorrido fue experimentar la sensación de viajar sin la servidumbre del tiempo, sin quedar sujeto a una fecha prevista de antemano para regresar. Un propósito modesto, al parecer, ya que pocos mochileros de largos vuelos he conocido que admitiesen circular sin el elevado empeño de encontrarse a sí mismos. Claro que luego no apreciabas en ellos otra búsqueda que la de algún infeliz al que aburrir con penosas anécdotas. O con gilipolleces seudomísticas: aquella inglesa que llevaba un mes en Belice vaciándose pintas en compañía de su hermana para «purificar el alma y entenderme». Siempre tendrá un hueco en mi corazón. Será que el milenio se apaga y vemos acercarse el apocalipsis fetén que profetizaron Arrabal y su cogorza... Cuando dentro de varios años echemos la vista atrás, dudo que sepamos precisar si fuimos una generación o una oficina de objetos perdidos. O quizá Emerson tenía razón y viajar es el paraíso de los necios: la absurda manía de creer que un viaje hará el trabajo de solventarte las neuras para poner tu vida en armonía y revelarte por fin quién eres. Y además lo hará, no en cualquier lado, sino mientras contemplas las ruinas de Tikal o Machu Picchu con la suave brisa del atardecer acariciando tu tontería, para que el relato del glorioso acontecimiento no tumbe al auditorio cuando lo repitas por enésima vez. Pero escribió alguien muy sabio que el camino de la vida interior es áspero y desapacible. Y solitario, añado. No puedes prefijar el momento en que tu personalidad saldrá a flote y definirá sus rasgos principales. Menos aún pensar que brotará por el solo deseo de querer buscarla, como si la personalidad fuese una cabina o la farmacia de guardia. Alejarse del mundo cotidiano ayuda porque descoloca y fiscaliza el carácter, pero ese mundo no se limita al decorado, también incluye a los actores. No te alejas si vas de año sabático con un amigo o con tu hermana.

Nada destruye tanto las obligaciones como la despreocupación que trae consigo la vida errante, así que con el paso de las semanas aquello que comenzó como un viaje ha mutado en puro vagabundeo. La libertad de hacer lo que te da la gana cuando te da la gana y si te da la gana, lleva a tropezarse con personajes insólitos y a correr aventuras que nadie creería porque incluso a mí me cuesta creerlas. En cambio, tiene el grave inconveniente de distraer, de trasladarte a los montes de Babia. «Veinte horas», respuesta de Transportes Yacyretá cuando pregunté por la duración del trayecto Santa Cruz de la Sierra-Asunción por el infame camino que cruza la Selva del Chaco. También ellos tendrán siempre un hueco en mi corazón: tres días, tres, embarrancando a cada instante en los intransitables arenales de un lugar inhóspito que nada encierra salvo colonias menonitas diseminadas y un puñado de puestos militares en donde soldados e indios guaraníes compiten por el título al más alcoholizado. Ruedas atascadas, pasajeros empujando, tractores remolcando, caminatas, noches en el vacío, esperas, controles policiales, mil averías y cien mil percances. «Veinte horas», la madre que los parió: ni volando completarías esos 1.500 kilómetros en veinte horas. Y gracias, porque cuentan que algunos tardaron el doble. De haber estado menos distraído habría desconfiado de la cucaña que ocupaba el pasillo, o de que mi compañero de asiento, un viejo de cincuenta y tantos al que jamás había visto, me recibiese con el abrazo efusivo que se reserva para el familiar desaparecido en la guerra. No digamos ya cuando uno de los muchos menonitas paraguayos que abarrotaban las filas y parecían emigrantes recién salidos del Dusseldorf decimonónico, se interesó -en un idioma que recordaba a esa farfolla ininteligible que Robinson escupe en Canal+- por el motivo de mi presencia en un autobús al que los turistas no se suben sin grilletes.

Cualquier actividad hecha en exceso acaba cansando y la de viajar no se encuentra inmune. El frío y las nevadas del interminable invierno austral me han ido desgastando, pero termino el viaje porque un viaje termina cuando el siguiente lugar te parece un lugar más, cuando no ves en él sino la repetición de otro anterior. Lo he aprendido durante la travesía, de modo que en esta ocasión me retiro con elegancia y sin que la despedida me encabrone. Queda el regusto agridulce de saber que ninguno que pueda venir en el futuro será igual, porque este ha sido un viaje perfecto e irrepetible que comenzó en el momento oportuno (ahora o nunca) y concluye en el apropiado.