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Tierra de Campos

Palencia, Valladolid, Zamora y León

Frómista, mayo de 2006.
Desde Palencia hasta Grajal de Campos y desde Osorno hasta la linde de los Montes Torozos, una gigantesca llanura vacía de árboles se extiende por las provincias de Palencia, Valladolid y Zamora con un entrante en la de León. Los antiguos Campos Góticos, el paisaje que la literatura de la Generación del 98 convirtió en estereotipo del castellano y atiborró de lírica y demagogia. Y como todos eran españoles periféricos (vascos, andaluces, gallegos, etc.) y ninguno había visto la luz en Castilla, fabricaron un país sin más decorado que meseta, pueblos polvorientos y campos de cereal. O sea, su Castilla era la planicie desarbolada y los secarrales de la Tierra de Campos. Y no existiendo valla que pueda detener a un lírico, sobrecargaron el tópico mesetario y extremaron la geografía cuanto quisieron.

«La inmensa meseta que se extiende desde Jaén hasta Vitoria, desde León hasta Albacete, desde Salamanca hasta Castellón, desde Badajoz hasta Teruel», así era Castilla en la mente de Maeztu. Nada hay que reprocharle: ¿quién al oir de Gredos, Guadarrama o los Picos de Urbión no ha sentido transportarse a la llanura esteparia? ¿Y quién al subir por los perfiles de la Demanda o los Montes Obarenes no ha sentido en sus piernas las bondades de lo horizontal? Sólo los faltos de imaginación... Viajar en primavera por los colores de la Tierra de Campos hace que te preguntes si los noventayochistas no estarían locos cuando regaron sus páginas de polvo y aridez, porque sus desérticos campos no los encuentras aquí por ningún lado. Son artificio literario. Claro que desnuda de cereal surge otra distinta, la extrema y severa que acaso siempre sea pero que la exuberancia de los cultivos distrae de tu atención como las escandaleras veraniegas disimulan su evidente despoblamiento.

No envidio a esos valientes que en su peregrinaje a Santiago atraviesan la estepa bajo el sol de agosto o frente a la ventisca invernal, cuando este escenario es una soporífera nada que inspira bastante más fastidio que fantasía y deja poco espacio para las líricas demagógicas de los noventayochistas. Aquí siempre se debería venir en primavera, en el momento en que la Tierra de Campos exhibe su fertilidad: todo cambia de apariencia y de color y durante un corto período de tiempo reniega de su condición de tierra mal bautizada. Porque una vez cosechados los campos se entristece en amarillenta monotonía, pasa de la opulencia a la agonía, de la radiante belleza a la fealdad más horrorosa. Cualquier otra estación carece de estímulo y además le da un aspecto miserable. La estación que elegimos para recorrer un lugar suele alterar de manera drástica la experiencia. Nunca más claro.

«Cuatro provincias se reparten administrativamente estos despojos de historia», dice Torbado en Tierra mal bautizada, una crónica interesante, aunque un tanto tremendista, de su excursión a pie por la región en 1966. Se la encargó Cela para una colección de narrativa viajera que preparaba su editorial Alfaguara, pero luego rechazó publicarla por diferir de su concepción intrascendente y pantagruélica de las cosas del viajar. Tampoco ayudaría a su causa el estruendoso timbre crítico de un relato brutalmente pesimista y sin concesiones al juego floral de los beneméritos de la Generación del 98. A diferencia de ellos, Torbado es oriundo de la zona. Y escribe como se debe escribir con 20 años, y también con 30 y con 700: vehementemente y ofreciendo una mirada propia, quizá equivocada, pero propia. De otro modo el producto será uno más de los que infestan la atmósfera de inanidad y cursilería y parecen redactados en serie por la oficina de propaganda de alguna liga de beatas.

Torbado describe un conjunto de pueblos moribundos, gente abúlica y patrimonio en derribo al que nadie se digna a mirar. Un mundo viejo y sin porvenir que él identifica con la Castilla que se sacrificó para luego sólo cosechar injurias y desprecio; la Castilla que veía a sus habitantes rendirse sin luchar y abandonarla en busca de un mejor futuro en regiones que habiendo sacrificando menos, lo obtenían todo. Soledad y silencio, la Tierra de Campos es un gran charco de lodo que se muere de sed. Una «tierra para morir». Sentencias como esa, y alguna aún más afilada, estimularon la reacción hostil de los naturales de la región, que acogieron su diagnóstico con poca benevolencia y sin disparidad de opiniones: unos con enfado y el resto, con tal cabreo que de haber podido lo habrían linchado para después amarrar su pitrafa en una picota como aviso a navegantes. Ahora bien, nadie pudo acusarlo de mentir ni de inventarse realidades.

Han pasado cuatro décadas y seguramente todavía permanezcan ciertos aspectos que encendieron a Torbado, pero sus vaticinios más borrascosos se han demostrado exagerados. Tal vez fuesen válidos en 1966, no lo sé. La emigración sigue golpeando y se lleva población, pero no es un problema exclusivo de la Tierra de Campos sino endémico en las áreas rurales: un boli y una servilleta bastarían para administrar el censo de la mayoría de los pueblos. Sin embargo, de momento ninguno ha desaparecido, el regadío avanza y mal que bien el patrimonio se va restaurando. La región no es hoy el desierto que él predijo.