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Somontano del Moncayo

Zaragoza y Soria

Tarazona, marzo de 2012.
Podría escribir una descripción al vuelo de los pueblos escarpados del Somontano del Moncayo, pero me la ahorro porque estoy holgazán y además Bécquer ya nos dejó una inmejorable (y por lo visto intemporal) en 1864. En su tercera carta Desde mi celda a los lectores de El Contemporáneo decía que «sucede con estos pueblecitos, tan pintorescos, cuando se ven en lontananza [...] lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que se miran; y la mayor parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa». Mientras Tarazona ha ido surcando los mares de las épocas, los pueblos de la bajera del Moncayo, antes poderosos, embarrancaron en el panteón de los siglos muertos. Ellos son la prosa que la larga distancia disfraza de poesía.

Poco imaginaría el sevillano Bécquer que esas Cartas desde mi celda lo ligarían al Somontano del Moncayo para la eternidad, y su estatua al pie del maltrecho castillo de Trasmoz da buena fe. Él, que quiso ser un comparsa en la inmensa comedia de la humanidad para luego meterse entre bastidores sin que nadie se apercibiera de su salida. Las primeras cartas son lo más lúcido de su obra. Reflexiones existencialistas que casan con los días tristes y oscuros que tenemos la santa paciencia de soportar. Las últimas, embebido en fábulas, no me interesan. Bécquer alcanzó a conocer bien la comarca. A finales de 1863 se instaló con su hermano, pintor costumbrista, en el desamortizado monasterio de Veruela -por entonces una hostería de alcurnia- y pasó seis meses en los aires secos y puros del Moncayo para curarse de una tuberculosis que seguramente no fuera tanto tuberculosis como vulgar sífilis, enfermedad de bastante menor sofisticación romántica.

Paseó mucho, meditó más y sintió especial predilección por Trasmoz, un extraño villorrio que por sus brujas y aquelarres pena oficialmente excomulgado y segregado del consorcio de los santos desde el siglo XII, sin que el cardenalato haya encontrado un hueco para corregirlo, tal es la zanganería de los místicos vaticanos. Trasmoz, Alcalá de Moncayo, Grisel, Vozmediano, Añón y demás parroquias de vecindad mínima que salpican las faldas del Moncayo, debieron de gozar de firme prosperidad en algún tiempo que no fue el de Bécquer ni tampoco es el presente. Respiran al abrigo de Tarazona, ciudad mudéjar de apariencia robusta atravesada por el Queiles, el río prisionero: canalizado en el casco urbano y también represado junto al Val aguas arriba en Los Fayos. Una ciudad para acampar y patrullar sin prisa, siquiera sea para tomarse con calma un embrollo de cuestas que transportó a Bécquer a las estrechas calles de Toledo.

Aquella frase genial de Cartas desde mi celda todavía se ajusta como un guante a la realidad del Somontano, porque cuando el allí se convierte en el aquí, compruebas que los pueblos no responden a las expectativas creadas por la distancia. Resultan formidables vistos desde una lejanía que camufla la gangrena y su condición de pueblos en proceso de descomposición. Igual los juzgo con excesiva severidad, mediatizado tal vez por la epidemia de patetismo que nos ha traído la economía que se hunde. Parecemos víctimas de la hambruna, supervivientes de alguna hecatombe: a ver quién da más pena. Hoy cualquier conversación deriva en cháchara lastimera, en lo bien que antes me iba y fíjate ahora qué ruina. La nostalgia y su prima la melancolía, nunca tan cortejadas. Procuro disfrutar de lo que tengo sin prestar demasiada atención a lo que me falta, pero tanto gris autocompasivo le apaga los colores incluso al mayor fiestero.

Y la frase también sigue ajustándose a esas «otras muchas cosas del mundo», porque ¿quién no ha conocido a personas o hecho cosas que desde lejos prometían fondo y después sólo eran funda? O al contrario, cáscara cuando tenían enjundia. La propia imagen de Bécquer como un poeta romántico, bohemio y maldito es una superchería fabricada por sus amigos tras su muerte. Una lejanía poética que la cercanía te demuestra prosa: Bécquer fue un prosista moderno, burgués y nada maldito que apenas escribió un puñado de rimas románticas. Las suficientes para colocarlo en la cumbre de la lírica, eso sí, porque el talento no es una cuestión de insistencia. Tampoco Manrique las produjo en masa. Generar miles de rimas con la esperanza de que una salga presentable carece de mérito, puede hacerlo cualquier incontrolado que sepa abotonar dos frases. Lo hago yo con las fotos cuando de fotografía sé lo justo como para encontrar el disparador. Y no voy dando voces.

Bécquer se empapó de inspiración en un Moncayo que le dictó buena parte de sus leyendas. Sagrado para los celtíberos y mágico para todos los demás, es un monte inquietante y enigmático que se eleva solitario entre dos llanuras desde sus nieves casi perpetuas. El imaginario popular lo convirtió en fuente de prodigios y escuela de encantamientos: dicen que al caer la luz, espíritus diabólicos, brujas y hasta el mitológico ladrón Caco recorren sus laderas. Terreno abonado para los amantes de la verbena paranormal, que aseguran haber visto procesando como Santa Compaña a los fantasmas de quienes murieron en el sanatorio abandonado de Agramonte.